viernes, 17 de febrero de 2012

Crítica de LA NACIÓN

Sentada sobre un montículo de tierra, Lina confiesa sus desventuras. Su vestuario se integra de tal manera a la tierra que parece una voz ancestral que la Pachamama expulsa para que dé testimonio de su desesperanza. Una india que mezcla el español con el quechua y, de a ratos, su lenguaje se mimetiza con alguna mala pronunciación inglesa.
Lina tiene un mundo pequeño. Un hábitat natural, pobre, desprotegido, y la compañía de una perra y una gallina . Las trata como a hijas desobedientes que necesita imperiosamente para completar algún cuadro familiar que la contenga.
Durante un tiempo fue compañera de un investigador extranjero, de esos que han llegado a estas tierras a robar los huesos de sus ancestros, para catalogarlos y seguramente exponerlos como trofeos de caza en algún museo del exterior. Pero ha desaparecido y la mujer parece no tener consuelo, aunque él haya violado parte de su tradición. En verdad, su amor por ese hombre ha sido mucho y, aunque lo disfrace repitiendo anécdotas que promueven una sonrisa, esa ausencia la ha marcado con fuerza.
Sigue esperándolo, revuelve la tierra para ver si encuentra su cuerpo y guarda una caja que ha pertenecido al inmigrante, con tanto respeto que ni siquiera se anima a abrirla. Entender su muerte le provoca fastidio y aceptarla sería el fin de su existencia.
Analía Sánchez construye minuciosamente a esa criatura que por momentos posee una vitalidad muy significativa y, por otros, parece una sombra espectral que revive parte de una historia personal -y mucho de una historia latinoamericana- signada por la convivencia nefasta entre hombres y mujeres pertenecientes a pueblos originarios con conquistadores apropiadores de sus culturas. Sánchez confía mucho en ese cuadro de naturaleza casi muerta con el que convive y sabe extraer de él los elementos necesarios para hacer que su narración resulte provocadora, tierna y hasta delirante.
Guiada por una dirección sumamente ajustada de Ezequiel Matzkin, que no descuida nunca el ritmo de un relato íntimo y que llega a la platea con suma fluidez y con potentes imágenes, ese mundo se completa con una inquietante escenografía y un simbólico vestuario.
Por  Carlos Pacheco  | LA NACION

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